Siempre he tenido una especie de conflicto con el tema. Como que la gente suele esperar que los demás sean simplemente algo, mientras que a mí me pasa justo lo contrario: como que no me interesa ser nada en particular ni ver a los demás de ese mismo modo.
Y quién sabe. A lo mejor tiene que ver con mi vida, ya que desde un principio nunca sentí pertenecer a ningún sitio en especial. Empezando porque, claro, había nacido en Bogotá y toda mi familia era de allá y, sin importar que viviera en Medellín desde antes de cumplir el año, todas las personas a mi alrededor tenían esa cuestión demasiado presente.
Pero el asunto no paraba ahí. Porque luego, cuando íbamos a Bogotá a visitar a la familia, allá sí era supuestamente de Medellín y todos me hablaban con acento paisa y hacían todo tipo de chistes al respecto y, sin quererlo, me demostraban de una y mil maneras que yo tampoco era de allá.
Como si fuera poco, cuando tenía seis años, nos fuimos a vivir a Francia y allá pasé a ser colombiano. Tenía algo más de lógica que todo lo anterior. Había que reconocerlo. Sino fuera porque al regresar, tres años más tarde, mi forma de hablar se había vuelto algo enredada y mis nuevos compañeros de colegio decidieron que yo era francés. Afortunadamente, semejante abominación duró apenas unos días.
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A lo mejor, por eso me cuesta tanto entender todos esos rollos de las identidades. Como si fuera posible (y saludable) identificarse con una sola cosa e ingeniárselas para que todo lo demás gire en torno a eso, hasta primar por completo ese anticuado asunto de la esencia o el origen. Aunque, bueno, ya me estoy metiendo en otro tema.
Volviendo atrás, más exactamente a unos años más adelante, llegó una extraña época en la que todo cambió. Porque, de repente, uno ya no era nada en particular solo porque sí, sin mérito alguno, sino que debía querer ser algo para más adelante y buscarlo y esforzarse hasta conseguirlo, como si el hecho de dedicarse a una actividad en particular pudiera definirlo absolutamente todo. Sobre todo a uno. Y, la verdad, con eso tuve aún más problemas que antes. Pues, muy en el fondo de mí, lo único que anhelaba era una indefinible combinación entre casi todo y absolutamente nada.
Pero bueno. Afortunada o desafortunadamente pasaron los años y, aunque no me convenza de a mucho, ahora se supone que soy escritor. Y tiene su lado de verdad. Nadie va a discutirlo. Sobre todo porque ese tipo de etiquetas sirven para abreviar un montón de cosas y para no complicarnos tanto la vida al momento de referirnos a alguien. Pero de ahí a creérselas del todo y a quedarse insertado en una simple definición, hay mucho trecho.
Y no sé. Tampoco me interesa andar peleando contra algo obvio. Es más, viéndolo bien, ni siquiera sé por qué terminé hablando de esto. Creo que ni siquiera importa. Pero ya que estamos en estas, habría que hablar de las aburridas afirmaciones que pululan por ahí y que suelen sentenciar, sin ninguna vergüenza, que un escritor es esto o aquello. O peor aún. Que ciertas características personales pueden atribuirse al simple hecho de sentarse a escribir de vez en tanto.
Y otra vez no sé. De alguna forma, siento como si me hubiera metido en una conversación ajena en el interior de mí mismo y hubiera perdido las huellas que me llevaron hasta allí y una cosa se hubiera confundido con otra y ya no supiera qué decir, pero con todo y eso tratara de arreglármelas para salir de nuevo a la superficie llevando conmigo todo ese embrollo hacia alguna parte.
Pero no. La verdad es que no hay nada que llevar hacia ningún lado. Todo esto, a fin de cuentas, no es más que un atasco mental, de esos que le ocurren a cualquiera y que, algunas veces, resultan tan difíciles de abandonar.
Aunque, bueno… Tampoco es que esté muy seguro. En realidad, ya ni sé… ¿Qué era lo que estaba diciendo?
Texto: Miguel Botero
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