Por Héctor “El Guari” Montoya
Zona Deportiva, Medellín
@eldatodelguari
–Don Orlando, que por favor le envíe a mi abuela un cuarto de manteca, una libra de café, dos litros de leche, dos rollos de papel…
–Oiga, chino, ¿ya escuchó la noticia sobre Zubeldía?
–¿Noticia? Él debe estar todavía en Argentina celebrando el título.
–¿Celebrando?, ese señor se acabó de morir en el centro.
–Pilas, don Orlando. Esa charla está muy pesada.
La tienda de don Orlando estaba a pocos metros de la casa de mi abuela Elisa, la persona que me crio y me cuidó hasta el día de su muerte. Siempre era yo el encargado de los mandados, unas veces donde doña Olga y otras (las que más disfrutaba) donde don Orlando, porque allá se reunían varias personas adultas, las cuales disfrutaban haciéndome preguntas de todos los equipos de fútbol y hasta me ponían a narrar partidos imaginarios –el premio siempre era el mismo: pan, salchichón y gaseosa–.
Esos pocos metros hasta mi hogar (máximo 2 minutos) fueron en esa ocasión eternos. Seguía pensando que la noticia era broma, que se querían desquitar de mi porque en esa tienda todos eran rojos y les había celebrado en la cara el título verde 28 días atrás. Eso era normal en el barrio entre los aficionados paisas, pero para mí seguía siendo una broma muy pesada.
Al entrar a casa de la abuela sentí un frío intenso al ver la cara desencajada de mis tíos Leonardo, Alberto y Guillermo. Estaban al frente del viejo radio transistor –el mismo aparato que me enseñó a amar a mi verde, en el que escuchaba a los narradores describir las maravillas que un puñado de valientes hacían en los diversos estadios, dejando siempre en alto el nombre del Atlético Nacional–.
Escuché atentamente cómo los periodistas explicaban y confirmaban una y otra vez la noticia. No entendía nada. ¿Qué tenían que ver los caballos con mi técnico preferido?, ¿qué era el pasaje La Bastilla?, ¿cómo así que cámara ardiente?, ¿quién era el viejo «requetemacanudo” afortunado de verlo morir en sus brazos?
No pregunté nada. Me senté al lado de mis tíos y las lágrimas hicieron su trabajo.
No lo podía creer. Mil imágenes pasaban por mi mente: la celebración del título ante América el 20 de diciembre en la casa de mi amigo Waldheim García Montoya –ese día él hacia su primera comunión y en un pequeño radio, escuchamos las incidencias del cotejo y lo bauticé oficialmente como seguidor verde; hoy ejerce en Brasil el periodismo y su corazón no se ha manchado–.
¿Cómo se sentirán los jugadores? En especial Herrera, Sarmiento, Peluffo… todos: el kínder se ha quedado sin profe.
¿Qué dirán los rojos? ¿Qué dirán los de la tienda de don Orlando Jaramillo, eternos rivales?, ¿celebrarán esto como un triunfo? Lo supe minutos más tarde cuando volví a comprar algo, no sé qué, pero tenía que ir allá a dar la cara. Jamás olvidaré ese momento: todos estaban tristes, compartían mi dolor, mi pena, mi angustia. En ese momento y desde entonces sé que todos somos iguales; aunque amemos a un determinado elenco, somos iguales.
De eso han pasado ya 40 años y parece que fue ayer. Aún extraño al profesor Oswaldo Juan Zubeldía. Con su partida se fue la famosa mística que lo caracterizó, pero dejó al Atlético Nacional como un equipo grande y al futbolista colombiano con una gran enseñanza: creer en sí mismo.