Por Daniela María Bedoya Martínez y David Jaramillo García
—Yo y mi diosito santo anduvimos por encima del río, y nadie me cree, todos dicen que soy un mentiroso, que soy un farsante… yo anduve el río por encima como dios, con la diferencia que diosito lo pasó con el río funcionando y yo lo pasé congelado, pero no me hundí —cuenta Carlos Alberto Ramírez mientras se inclina hacia adelante en su banca y hace gestos ilustrativos con sus manos.
Así como esta hay miles de historias que se funden alrededor del emblemático parque de Belén, lugar que luce como un oasis de tranquilidad rodeado por convulsas calles que van y vienen a toda velocidad. Los inmensos árboles se alzan imponentes sobre las cabezas de los visitantes e inquilinos del parque y los protegen del sol creando una agradable sombra, perfecta para sentarse, tomarse un tinto y conversar hasta quedarse sin saliva.
Desde los años 1600 este lugar ha sido destinado como una plaza de intercambio caracterizada por ser el epicentro del comercio en el occidente del Valle de Aburrá, costumbre que perdura hasta nuestros días, ya que en este lugar y en sus alrededores convergen múltiples aspectos de la economía, desde vendedores ambulantes ofreciendo productos y servicios, hasta grandes empresas como bancos y casinos que mueven gran cantidad de dinero.
Don Luis Javier Bermúdez llegó a las 6 de la mañana, se tomó el primer tinto del día, sacó sus cepillos, betún y trapos y se sentó en una banca a esperar la primera embolada del día. De sus recién cumplidos 67 años de vida, 35 los ha dedicado a lustrar los zapatos que pisan el parque de Belén, son las 2 de la tarde y ha trabajado en tres pares de zapatos, con apenas 7.500 pesos en el bolsillo frunce el ceño y torna sus penetrantes ojos azules hacia la iglesia pidiéndole a dios que el día mejore.
Desde que empezó la pandemia los ingresos de don Luis Javier se han visto drásticamente afectados, el parque estuvo cerrado por 5 meses y él no pudo salir a trabajar por riesgo al contagio, el parque fue abierto hace 15 días y don Luis Javier volvió a salir la semana pasada.
—A mi me duele mucho porque no tengo pensión, no tengo casa propia, yo como con lo que me hago acá, y si no es por mis hijos no sé qué hubiera hecho durante la pandemia —menciona mientras se acomoda en su silla.
El parque es parte de él, más que su sitio de trabajo él lo califica como una bendición, como el lugar que lo entretiene, lo protege y sobre todo lo alimenta, su sombra lo reconforta, le gusta alimentar a la infinidad de palomas que revolotean y gorjean pidiendo más pan.
Cae la tarde y parece que sus súplicas han funcionado, logró recolectar los 30.000 pesos que se trazó como meta y comenzó a guardar sus implementos de trabajo, con sus manos arrugadas y manchadas de betún negro guardó todo y se marchó, al fin y al cabo no fue un cumpleaños tan malo después de todo.
Leidy Mar Torreal encontró su nuevo hogar, después de emigrar desde Venezuela junto a su madre y sus hijos en enero del corriente buscó la manera de sobrevivir en esta selva de cemento que conocemos como Medellín.
—Ay, mijo, dentro de lo bueno y lo honroso yo he hecho de todo para vivir —cuenta mientras frunce el ceño y suelta una carcajada de resignación.
Antes de la pandemia llegó por primera vez al parque de Belén donde consiguió un trabajo estable como confeccionista en un local de los alrededores, pero con la llegada del COVID eso se acabó. Sin embargo, Leidy se negó rotundamente a abandonar ese rectángulo verde lleno de palomas y de ancianos y se dedicó a vender tinto.
Desde la reapertura del parque hace dos semanas se levanta a las 4:30 de la mañana y sale con su termo humeante a llenar de cafeína los paladares de propios y extraños que circulan por los adoquines de la plaza.
Infinitamente agradecida con la calidez de los paisas, Leidy considera que el parque de Belén y su gente han sido una bendición para ella, en días buenos ha llegado a recaudar hasta 80.000 pesos. A punta de tinto, confites y “cháchara” las horas pasan volando. “Yo sé la hora en que salgo, pero nunca sé la hora en que llego, yo debería estar aquí a las 5:30 de la mañana, ahora ¿a qué hora llego a la casa? Diez u once de la noche”.
Al igual que ellos son muchas las personas que se vieron afectadas por el cierre del parque y la pandemia. Los ingresos de Rafael Antonio Taborda, el zapatero, también se vieron afectados, la disminución fue notoria, al igual que los de José Luis Suárez, el relojero, ambos expresan que su trabajo se redujo hasta en un 50 %. Como también se redujeron las conversaciones, las risas, los juegos de cartas y las anécdotas.
Avanza la tarde y los relatos de aventuras impresionantes fluyen como las cataratas del Niágara, esas que Carlos Alberto Ramírez, alias Chespirito, conoció luego de cruzar un río sin hundirse. Sus relatos sobre cómo conoció las carabelas con las que Colón cruzó el Atlántico y llegó por primera vez al continente americano, o como cuando estuvo en el último piso de las torres gemelas, desde donde la gente se veía como “hormiguitas arrieras”.
Luego de viajar por 17 países, Chespirito decidió regresar al sitio que lo vio nacer, ese al que él recordaba como un lugar rodeado por montañas y encabezado por la imponente iglesia de Nuestra Señora de Belén, en el que sus sueños empezaron y según él, terminarán.
El sitio luce diferente, los potreros se han ido, las quebradas han sido canalizadas lejos de allí, el tranvía ya no está, el teatro tampoco, pero la esencia es eterna. Caen unas cuantas gotas de lluvia, Chespirito se ve obligado a abandonar lo que él denomina su oficina para escamparse, risueño y apoyado en su bastón nos comenta: “tengo que mandar a coger las goteras”.