Por Tuti Moore (Periodista Comunicando Belén)
La nívea niña se fugó del convento, en donde la encerraron contra su voluntad tras descubrir sus requiebros amorosos con aquel que juró desposarla. Aquel hombre, amado por unas y despreciado por otros… por dos razones.
Lo despreciaban, una, porque era negro como la pez y, dos, ya alimentaba a tres críos; frutos de sus espermatozoides jamaiquinos. Lo amaban, uno, la “propia”, esa mujer que pronto pasaría a ser la “otra”, la concubina, aunque siempre lo había sido sin desearlo; y, dos, la ex novicia, la que ahora sería su esposa legítima tras la fuga.
El camino hacia la iglesia de la nívea niña, que contaba con 15 años, fue una franca lid entre la tortuosidad y el éxtasis, y como número presente dos hechos lo marcaron: uno, al entrar a la iglesia, la madre de la niña no le dio su bendición sino que le lanzó como flecha envenenada una maldición y fue desheredada; y, dos, al salir de la iglesia no le arrojaron el arroz de las bodas tradicionales sino que la concubina le tiró a sus dos críos varones.
Y ya, la ex novicia, en una ida y vuelta del camino hacia el altar se había convertido en la maldecida, la esposa, la madrastra. Todo por vivir un censurado romance en blanco y negro cuando corría el año 1925.
(Homenaje a la historia de amor de mis abuelos).
[…] vea también Romance en blanco y negro […]